Por la libertad de la palabra
Jacques-Alain Miller. Psicoanalista lacaniano.
Jacques Lacan lo designó para difundir sus enseñanzas pero Jacques‐Alain Miller va mucho más lejos. Sus inquietudes lo llevan a querer
provocar una incidencia política sin precedentes en la historia del
psicoanálisis.
Lidia Vidal / Barcelona
Jacques-Alain Miller está feliz. Ha venido a Barcelona para presidir la
XIIIª Conversación Clínica del Instituto
del Campo Freudiano, pero, para gran sorpresa de todo el mundo, la jornada ha
dado mucho más de sí. Miller se ha abierto para compartir su deseo y el porqué
de su felicidad.
— ¿Dónde pone su deseo?
— Soy un hombre en guerra, he sido un niño en guerra contra los creguts
[los engreídos, en catalán], los que se piensan que son superiores a los otros.
Es como la lucha de Voltaire. No es un tanque sino alguien que ataca por un
lado o por el otro, que se disfraza de diferente manera, que se burla de sus
enemigos… ¡Esto es lo que hago yo! Y pienso que Lacan también lo hacía en el
psicoanálisis.
— ¿Qué hay detrás de esto?
— Tal vez una lucha contra el padre. Aunque mi padre no fuese un cregut
[un engreído]. Era un hombre muy irónico conmigo y me ofendía cuando se burlaba
de mí. Recuerdo como un gran momento el día en que fui yo quien le tomó el pelo
y provocó su disgusto. Tuve un sentimiento de victoria que me hace pensar en la
película Scaramouche de George Sidney, en la que hay al final el mejor duelo de
esgrima de toda la historia del cine. Cuando conseguí hacer un chiste a mi
padre y que él se ofendiera, sentí que yo hacía lo mismo que Stewart Granger
cuando consigue sacar la espada, de la mano de Mel Ferrer en la película. Y
creo que aquel momento me ha marcado toda la vida, porque desde entonces estoy
buscando un duelo con los que se sienten superiores.
— Es esto lo que lo que lo que lo condujo a la izquierda.
— Cuando era pequeño, si teníamos invitados en casa que hacían alguna
reflexión racista, entonces yo, que tenía unos siete años, saltaba directamente
al cuello de la persona acusándola de decir cosas horrorosas. Como si la escena
estuviera bajo los ojos de Dios y yo fuera portador de la justicia del mundo. Y
que, si lo dejaba pasar sin reaccionar, yo
sería tan culpable como él. De hecho, yo solito había inventado lo
políticamente correcto. Y finalmente, creo que fue esto lo que me llevó hacia
la izquierda moderada.
— ¿Y cuando se pasó al comunismo?
— A llegar a la École Normale Supérieure, a los 18 años, yo no era nada
estalinista. Pero conocí a Louis Althusser, que me convenció para entrar en la
Unión de Estudiantes Comunistas. Hicimos una reunión donde estaban, entre
otros, Jean-‐Claude Miller o Robert Linhard, que más tarde fue
el fundador del grupo que inspiró al director de cine Jean-‐Luc Godard para hacer la película La Chinoise. En aquel tiempo, en la
Unión estaban los trotskistas, los del partido ortodoxo y nosotros, que
estábamos allí como althusserianos. De todas maneras, no me interesaba mucho,
me burlaba de los burócratas del Partido Comunista.
— Con todo, ¡participó en el mayo del 68!
— En mayo del 68 sí que entré a todo trapo. Estaba en la organización de
Izquierda Proletaria, que supuestamente era el grupo maoísta de acción. Y no le
puedo decir todo lo que hicimos, pero hicimos de todo. Cosas clandestinas,
ninguna cosa terrible. No he secuestrado a nadie, pero, por ejemplo, hacíamos
fotos a edificios que no se podían hacer… era tan divertido como en una misión
secreta.
— ¿Pero no acaba de encajar en todo eso?
— Mi conclusión fue que no sería posible hacer la revolución en Francia.
Mire, tenía un amigo obrero muy rebelde que un día me llevó a su casa y su
mujer me dijo: “¿Usted sabe que todo lo que tenemos es a crédito y que si mi
marido va a la prisión se lo llevaran todo? Esto no es ninguna amenaza para
usted porque es un burgués, pero sí para nosotros”. Entonces resultó que al
gran rebelde en la calle, en casa lo mandaba la mujer. Y conociendo sus ideas,
fui viendo el peso y los vínculos que le impedían que la revolución fuera
efectiva más de un mes. En mi interior me decía que se engañaban, pero desistí
de la razón y me sumé a la tesis de la mayoría que decía que había una
violencia latente en las masas y que se las tenía que despertar dando el
ejemplo de la violencia. Esto me parecía un horror, pero preferí la compañía de
los amigos a retirarme.
— ¿Cuándo dejó el grupo?
— Fue después de que la policía diera una paliza a un periodista y que
yo organizara una manifestación para hacer caer al Ministro del Interior,
Raymond Marcellin. Tuvo tanto éxito que incluso el líder de los trotskistas me
felicitó. Entonces me llama Benny Lévy, que en aquel momento era el jefe de la
Izquierda Proletaria, y me pide una autocrítica. Decía que yo quería hacer caer
al Ministro del Interior y que eso tenía una finalidad burguesa, que no
interesaba a la clase obrera. Aquí ya dije basta. Y todavía más cuando, al cabo
de unos días, me lo encuentro y me explica que la autocritica sólo me la había
pedido porque si no Robert Linhard lo habría criticado a él. Y así acabó la
cosa. Habría podido respetar un gusto excesivo por lo absoluto, pero no admití
que me atacase para protegerse él. De todas maneras, poco después, el grupo de
la Izquierda Proletaria se disolvió.
— ¿Aquí fue cuando entró en análisis?
— Lo había puesto todo para ser maoísta: era la realización del deseo
del niño que no podía soportar la injusticia, la palabra injusta. En aquel
momento, estaba fuera de un mundo donde había vivido de manera intensa durante
tres años y medio. Y después de todo, me encontré con que estaba un poco
perdido. Empecé a tener momentos de angustia, estaba en una crisis espiritual y
necesitaba al diván para recomponerme.
— Así y todo, continuó fiel a su deseo.
— Lo que me llevó a todo esto seguía totalmente intacto. Seguía estando
a favor de la causa del pueblo.
— ¿Cómo nos ve a Cataluña como pueblo?
— La primera vez que vine a Cataluña debía ser en el año 80 y no
entendía lo que buscaban los catalanes. Para mí, la lengua española era la
apertura al mundo, no comprendía cómo se podían quedar presos en el catalán.
Pero, poco a poco, entendí que los catalanes son un pueblo y que, de hecho, la
lengua pasa por lo que aprenden los niños de sus madres. Pienso que es un
tesoro sagrado y que no se puede perder. Y, a partir de aquí, tuve cada vez más
simpatía por lo que han conseguido los catalanes. Tengo simpatía por los que no
ceden, por los que no dicen que sí al más fuerte. Esto es fundamental en mí. El
pequeño que resiste.
— Aunque desde el gobierno español se niegue al pueblo catalán la
posibilidad de hacer un referéndum, Cataluña está reclamando su derecho a
decidir. ¿Lo estamos haciendo bien?
— Los catalanes querrían una Cataluña independiente. Éste es el heroísmo
catalán. Pero son gente muy prudente, demasiado calculadores. De hecho no creo
que haya un pueblo tan calculador como los catalanes. Por lo que conozco de los
catalanes que he analizado, es un pueblo que no quiere perder y, para ser
héroes, es necesario perder alguna cosa. Y por lo que respecta al gobierno de
Madrid, sigue en su papel de preservar la unidad de España. Piense que es algo
muy difícil de concebir para un francés como yo, cuando precisamente Francia ha
aniquilado a las nacionalidades parciales con una crueldad y con una dureza
terribles. Han hecho una Francia compacta, pero hecha de sangre. En cambio, la
historia de España ha sido muy diferente. Ha habido una opresión sobre
Cataluña, pero no han conseguido destruir el espíritu del pueblo catalán, su
anhelo de independencia. De todas maneras, son los mismos catalanes los que se
detienen. Tal como a veces decimos los analistas de manera cruda, el síntoma de
los catalanes es el estreñimiento; es decir, retener. Si usted me pide mi
opinión personal, falta un forzamiento de la historia para hacer el paso
decisivo. A veces es necesaria cierta locura para que se cumpla un hecho. Y si
uno empieza a calcular, calculará hasta el final de los tiempos.
— Aunque haya muchas familias que estén pasando penurias, la sociedad
actual es criticada porque se revela cada vez menos…
— ¡Es cierto! Cuando uno ha conocido el mayo del 68 en Francia, es
verdad que no hay nada comparable hoy. Lo he visto en mis propios hijos, que no
tienen el deseo ardiente que teníamos nosotros para cambiar las cosas. Por
ejemplo, mi hijo cuando sólo tenía dos años y vio a los policías me dijo: “tus
amigos están locos por ir en contra de ellos que tienen armas y vosotros no”.
Pero, realmente, para cambiar las cosas tiene que haber una revolución.
— Los casos de corrupción y las promesas incumplidas de los políticos
denotan que se está perdiendo el valor de las palabras.
— No ha habido ni una sola época de la historia en la que la corrupción
no haya sido 5 extrema. El hombre que yo más admiraba era Robespierre porque se
hacía llamar el incorruptible. ¡Y si lo llamaban así es porque los otros eran
corruptos! Así, mi conclusión cuando tenía 13 años fue que uno ha de ser
incorrupto, pero que no ha de decirlo mucho porque si no los corruptos te
aniquilan.
— ¿El psicoanálisis podría incidir en los movimientos sociales?
— Lacan tenía una gran ambición para el analista. Pensaba que cuando uno
había acabado su análisis confluiría con el movimiento de su época. Por eso, en
mayo del 68, el Seminario de Lacan estaba lleno de jóvenes estudiantes que
esperaban alguna cosa de la lección que daba de no someterse, pero tampoco de
ir hacia la utopía. De todas maneras, dicen que ni la mujer más guapa del mundo
puede dar más de lo que tiene. Y el psicoanálisis tampoco. Es una práctica de
palabra que no consiste en imponer los prejuicios, los ideales, las
concepciones de la gente, sino que permite a cada uno esclarecer los suyos.
Tanto es así que el psicoanálisis es conforme al pensamiento de Heráclito,
cuando dice que los seres humanos comparten el mismo mundo cuando están
despiertos, mientras que, cuando duermen, cada uno tiene el suyo.
— ¿Qué nos puede enseñar el discurso lacaniano?
— Enseña en primer lugar que la verdad también está en función del
tiempo. Hay cosas que la gente puede escuchar en un momento de su vida y no en
otro. Se aprende en el psicoanálisis que a veces hay que esperar un tiempo para
que la gente pueda entender, entender incluso lo que ellos mismos están
diciendo. Esto, a mí, me ha hecho un gran bien porque, además de ser un
moralista loco absolutista, yo tenía todos los defectos del mundo. Para mí, lo
supremo era la verdad matemática, que me fascinaba por el hecho de ser
verdadera hasta la eternidad. Era como una creencia. De hecho, no me educaron
en ninguna religión: mi padre me dijo que era judío, pero nunca me explicó nada
sobre el judaísmo; y, en cambio, la cosa más sagrada para mí era la matemática.
Con el análisis, vi que incluir la variable temporal en la verdad era como una
liberación para mí. Porque creer en la eternidad de la verdad obliga a decir
sólo aquello que quedará para siempre, y, por el contrario, ahora puedo hablar
de cosas que pueden durar tan sólo cinco minutos. Es decir que he matado al
dios que lo miraba todo. Ya no está ahí.
— ¿Cómo se siente hoy en Barcelona?
— Ahora estoy en un momento de relax
después de días de estar preocupado por mi 6 colega Mitra Kadivar que fue
internada en un hospital psiquiátrico en Teherán.
— ¿Qué ocurrió?
— Todo empezó cuando me avisaron de que había una analista siria que
había sido secuestrada por los servicios secretos de su país. Mi reacción fue
que teníamos que ayudarla. Tuve el soporte político de la derecha francesa, de
la izquierda, de intelectuales… Y finalmente la liberaron. Y después, fue Mitra
Kadivar de Irán quien envió un mensaje electrónico de socorro. A partir de
aquí, han sido días de emoción, de lucha, de dormir poco… Parece que los
vecinos la acusaron de loca porque quería atender a toxicómanos en su despacho
y pensaron que eso haría bajar el valor de sus pisos. Decían que se quejaba de
un niño que corría en el piso de encima pero que el niño en realidad no
existía. La diagnosticaron de esquizofrenia y la obligaron a hacer una
evaluación psiquiátrica en un hospital, inyectándole antipsicóticos de manera
forzada. Como resulta que el Ministro de Asuntos Exteriores, Laurent Fabius,
nos recomendó que no fuésemos allí debido a las relaciones entre Francia e
Irán, empezamos toda una movilización en París. Obtuve la firma del presidente
del partido UMP de derechas, la firma de Jean-‐Luc Melenchon
de los comunistas, la de los socialistas… y finalmente también se supo que el
niño sí existía y los vecinos acabaron retirando la denuncia. Pues bien, con
todo, la dejaron libre el día 14 de febrero, ¡precisamente el día de mi
aniversario!
— Y entonces se decidió a crear el Instituto Lacaniano Internacional.
— Sí. Pero todavía llegó una tercera, en Túnez. Son tres mujeres, tres
analistas en países del Oriente Medio. Y, considerando la experiencia, primero
pensé en instalarnos bien en París porque seguramente en el futuro recibiremos
otras demandas, y después tenemos que crear antenas en las grandes ciudades del
mundo, a través de la Asociación Mundial de Psicoanálisis.
— Es como volver a su juventud, ¿no?
— Siento que hago lo que nunca había pensado poder hacer de esta manera,
de mis anhelos de juventud, de contribuir para avanzar por la libertad de la
palabra en el mundo. Freud decía que uno es feliz cuando realiza sus deseos de
niño, y como resulta que el dinero no es nunca el deseo de la infancia, el
dinero no da la felicidad. Yo ahora estoy feliz porque me siento muy cerca del
niño que he sido, del niño insoportable era.
La orientación lacaniana en presente
“¡Seguiré hablando! ¡Nadie se atreverá a hacerme callar!” Esta
exclamación hecha por el mismo Jacques-‐Alain Miller podría definir su estadía en
Barcelona. Y es que está eufórico por impulsar el Instituto Lacaniano
Internacional. Tiene un objetivo claro: defender la libertad de palabra. De
hecho, esto es lo que ha marcado su trayectoria. Miller es el responsable de
establecer el conjunto de los Seminarios de Jacques Lacan. Ya en el año 90 creó
en Barcelona la Escuela Europea de Psicoanálisis: “Se llamó Europea porque a
los de aquí no les gustaba que se llamase Española”, dice. Al cabo de dos años
fundó la Asociación Mundial de Psicoanálisis y, a partir de entonces, creó
hasta siete escuelas en diversos lugares del mundo. Ahora, reclama que todas
ellas se impliquen para dar voz a los que han sido forzados a callarse.
En acción por la palabra
Jacques-Alain Miller critica a los intelectuales que “van de una
universidad a otra para hacer conferencias”, pero que no se implican en las
necesidades del momento y se aíslan de las acciones sociales. En cambio, él se
desmarca de esta práctica. Y más después de encabezar la campaña de liberación
de Mitra Kadivar, en la que se ha reforzado en su idea de solidaridad y de la
fuerza que puede ejercer la sociedad civil. Tanto es así, que se decide a crear
el Instituto Lacaniano Internacional. La intención es organizar a los
integrantes de la Asociación Mundial de Psicoanálisis para que actúen como una
especie de Amnistía Internacional de los analistas. Es decir, una red activa de
psicoanalistas que trabajarán para defender la libertad de palabra en el mundo.
Traducción del catalán: Miquel Bassols
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